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En aquellos años de los mandilones
azules y la leche en polvo el tiempo se alargaba hasta dormírsenos
encima, y las canciones de la radio se ensanchaban y se incrustaban por toda
la casa para ser el preludio de la eternidad.
En aquel tiempo en que nadie envejecía había una lengua
que estaba prohibida.
Era la mía, aquélla con la que me habían
enseñado a hablar. (Escribía Gayo Suetonio Tranquilo, en sus
Vidas: In civitate libera lingua et mens liberae esse debent:
En una tierra libre, lengua y mente deben ser libres.)
En mi pueblo no había libertad.
El maestro, que era gallego y tenía cara de pan recién
hecho, nos daba en las uñas con la vara de saúco cuando se
nos escapaban expresiones como: Ta lliento asgaya,
toi anoxáu, faime rebulguinos, duelme un deu, aterecióse, atapez,
ñeva quel pingal mocu, méxase pela nueche,
manquéme nel calcañu, ye llistu comu la fame, fála-y
a la oreya y nun retruca, to rixu de dir vela, nun entamo, escaézseme
o nun hai llibertá.
El gritaba, señalando a la foto de un gordito con bigote que
era más que general (algo así como un militar superlativo),
que el único idioma admisible en aquella escuela
(xelada de cutiu) y en todas las demás
escuelas posibles era el idioma del imperio (...que siempre la lengua
fue compañera del imperio, dice Nebrija en su Gramática
castellana), y al pronunciar don Manuel esta última palabra se
le inflaban tanto los carrillos
(papiellos, decíamos nosotros en
nuestra lengua maltrecha) y la cara entera se le ponía tan roja que
talmente parecía el fuelle de una gaita.
Después de ejecutar los castigos, los cuales, dado el apego
que aún teníamos a nuestras palabras, eran tenaces y perseverantes,
después de azotarnos las uñas con la vara de saúco
(también las usaba de avellano), tocaba con ella el mapa y decía,
con la voz transformada (atiplada y lenta como un susurro de consagración),
que España, lo que se dice España, no había más
que una.
Yo no alcanzaba a entender qué tenía que ver aquello
con el hecho de que nosotros a los nidos les llamáramos
niales, a la babosa
llimiagu y
xabú al árbol del cual cortaba
las varas el maestro. Tampoco entendía aquella proclamación
imperativa y casi sagrada de unidad para un mapa que estaba decorado con
tantos colores diversos.
Yo, en la clase, apenas hablaba, y prefería pasar por tonto
(panguatu, decían en mi casa) y no
responder a las preguntas del maestro antes que sufrir la flagelación
de las yemas de los dedos. Pero una vez don Manuel me preguntó: «A
ver, tú, mosquita muerta, ¿dónde queda este
pueblo?» «Onde'l diañu punxo
la pata», le dije yo. Las uñas me estuvieron doliendo
una semana. Pero peor fue lo de aquel compañero a quien el maestro
interrogó sobre cuál era la profesión más digna,
y la respuesta fue: «Trabayar nel
alambre». Aquel día, en clase hubo truenos y
relámpagos (restallos y esclarones,
que decía mi abuela).
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Fui creciendo y aprendiendo nuevas palabras de aquel idioma que
nos imponían los maestros, y también fui olvidando muchas palabras
de las que consideraba mías porque con ellas había aprendido
a relacionarme por primera vez con todo lo que me rodeaba y con ellas había
expresado mis primeros sentimientos. Me dolía perderlas (algunas ya
nunca las he recuperado), pero era un asunto de supervivencia.
Mi padre me decía (en asturiano, claro) que la diversidad de
las lenguas no está en los diferentes sonidos o signos, sino en una
forma distinta de comprender el mundo.
Yo ya iba entendiendo un poco la maniobra política del supuesto
imperio. «Esta desigua nun pue allargase
muncho», me decía mi padre, quien, además
de ser optimista preceptivo, era un hombre instruido que sabía, entre
otras muchas cosas, arameo y latín (lo digo para que alguno no se
confunda, vamos, que nun trafulque los sos
camientos).
Un día, los Reyes Magos me trajeron un diccionario de castellano,
una escopeta de corcho y bramante, y un par de naranjas.
«Pa que persepas falar comu ellos si algames
la Universidá, y escopeties a tiru fiju coles sos propies pallabres,
y te dexe, sin embargu, too esto bon tastu na boca». Siempre
que como naranjas me acuerdo de mi padre.
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Ahora yo escribo en castellano, que es una lengua noble exenta
de culpas, y lloro por aquella lengua maravillosa (sonora y atrevida
como los rabiones de los ríos de la tierra que la parió), lengua
que sigo estudiando y en la que también escribo porque es mía
y porque me siento culpable con respecto a ella. «Cuando un pueblo es
hecho esclavo, mientras conserve su lengua, es como si tuviera la llave de
su prisión», escribe Daudet en La dernier classe (Contes du
lundi). Ejemplos tenemos muy actuales.
Se me ocurrió este escrito por varios acontecimientos recientes.
Por un lado, unos políticos (casi todos de aquellas familias que
creían en la extraña consigna del destino en lo universal y
despreciaban la lengua de la tierra por ser asunto de pobres y aldeanos
ignorantes) han salido a la palestra (sitio donde se controvierte sobre cualquier
asunto) proclamando la no existencia del asturiano como lengua.
Y entonces a mí me dio mucha lástima y me acordé
de la vara de saúco de don Manuel. «Hay muchos que siempre tienen
en la boca el no, con que todo lo desazonan; el no es siempre
el primero en ellos, y, aunque después todo lo vienen a conceder,
no se les estima, porque precedió aquella primera desazón»,
apunta Gracián, en Oráculo manual y arte de
prudencia.
Otro hecho reciente fue la noticia ésa de unos muchachos
(probes guajes) castigados a llevar piedras
en las mochilas por no hablar vasco (que es un asunto como aquél del
maestro, pero a la inversa). Y del mismo modo me apesadumbró
(mancóme enforma), por
idénticos fundamentos, el abucheo, en un acontecimiento público,
a un artista catalán, de los que siempre defendieron la libertad,
por cantar en la lengua de su tierra.
¿Será verdad aquello que escribía Morales en
Ardor con ardor se paga de que España es una suma de intolerancias?
A causa de la intransigencia yo ahora debo esforzarme en aprender mi propia
lengua. Confieso que, al hacerlo, siento como que vuelvo a nacer. Puede que
algún día los personajes de mis sueños se vuelvan a
expresar en asturiano.
Pero será despacio (adulces,
pasín a pasu...), y, mientras, que cada uno se entienda
consigo mismo como mejor le parezca, y que cada uno descubra en esa palestra
(reparada y apuntalada tantas veces) al político que más
disimuladamente le mienta, o a su maestro perdido de la infancia, o a su
filólogo más incauto y confidencial. Cometimos un error muy
grave: el de hablar a medias para que todos nos pudieran entender, y ahora
vienen diciendo que no sabemos hablar.
¡Ye comu pa mexar y nun char gota! |